Sobre el amor y otras cosas.


Cuando el amor es amor, es maravilloso, no me digan que no. 
No se duerme, no se come, se sueña despierto y se cantan canciones que no sólo se cantan, que se sienten, que se viven. 
Se mira al otro como el que mira un milagro, se agradece a la vida que lo haya puesto en tu camino. 
Y se vibra, se baila, se brinda y se hacen planes, se piensa en morir de viejos cogidos de la mano, después de haber sido testigos de la vida de unos hijos nacidos de lo más profundo de ese sentimiento, después de haber sido dos personas en una durante lo que se nos prometió como una eternidad, pero que luego no fueron más de cincuenta o sesenta años, que en realidad no son nada.

Ese amor es maravilloso, no lo duden. Hasta hoy no me di cuenta de que mi amor, ese amor que nació con ínfulas de eternidad, había muerto hacía mucho tiempo, y yo ni siquiera lo sabía. ¿Se lo pueden creer? No supe en qué momento sucedió, no lo lloré, no le di la despedida consciente y desgarrada que se merecía, porque fue tan grande, fue inmenso. No le guardé luto en mi corazón, es más, ni le dediqué unos minutos de silencio, porque un extraño sucedáneo había ido ocupando sibilinamente su lugar, impidiéndome ver que mi amor eterno ya se había ido para siempre. 

Aquel invitado de piedra me enseñó a dar por buenos la soledad en la compañía de la persona que se supone que más te ama, la ausencia antinatural del roce piel con piel, las miradas cargadas de indiferencia y desaprobación, que fueron sustituyendo cobardemente a aquellas de los primeros años, inundadas de orgullo y deseo, los reproches, que nacen del descubrimiento de que una ya no significa lo mismo para el otro, ya no vale lo mismo ante sus ojos. 

Y mientras yo luchaba por mantener con vida a ese falso amor, a ese sustituto que se había instalado en mi casa y en mi cama sin que yo lo hubiera invitado, sin que yo lo hubiera visto siquiera venir, mientras lo alimentaba con resignación y falsas esperanzas de que todo volvería un día a ser lo que fue, mientras agachaba ante él la mirada, incapaz de enfrentarme a sus ojos y preguntarle: “¿Tú quién eres y por qué me haces esto?”, mi amor, el que se me juró eterno, yacía muerto bajo mis pies, ignorado, dado por hecho, abandonado, pisoteado. 

Y ya ni siquiera sabrá nunca cuánto siento no haberme dado cuenta de que ya no estaba, de que lo había confundido con otra cosa, con otra presencia fría, triste y gris que, sin hacer nada para ello, se había ganado el lugar más importante de mi vida, el de mi corazón. Lo siento, amor, no sabes cuánto.

Comentarios

Entradas populares