El transiberiano. Lucía Carmona Moreno.

 

 

7 de abril, 1905.

 

 

La respiración de Valentina empezó a normalizarse una vez salimos del área de Moscú y logró dormirse. Me quedé mirando su piel, totalmente gris, y las quemaduras en sus manos, mientras ella soltaba un leve suspiro y acomodaba su cabeza en mi hombro. Tan solo aquel ligero movimiento hizo caer cenizas de su pelo. Devolví mi atención a la ventana del tren, capturada por la nieve que había sustituido a las llamas unas horas atrás; los grupos de gente concentrados en las plazas de todos los pueblos que pasábamos seguían inamovibles, inocentes ante el caos que les esperaba si optaban por no rendirse.

Era esa la paradoja que acababa de asentarse en Rusia tras el inevitable fracaso de la revolución. Quien decidía luchar estaba acabado, y se consideraría afortunado si no le disparaban al instante. Tras años, siglos, de ser reinados sin ningún derecho a separar los labios para hablar, sin tener más que unos campos que ni siquiera eran nuestros, unas fábricas en las que no era importante cuántas personas salieran heridas, ¿quién, en su sano juicio, de verdad creyó que la Duma perduraría en el primer intento? Tan solo habían pasado tres meses desde aquello que llaman “domingo rojo”, y mi tierra natal ya había ardido por completo, dejándonos huérfanos de hogar y con las esperanzas tan quemadas como nuestros edificios, siendo el Transiberiano la única salida. Una salida en pruebas que ni siquiera era fiable; nada más que un último recurso para no morir entre las llamas.

Valentina empezó a moverse de nuevo, abriendo los ojos lentamente a pesar de que el vagón todavía estaba casi a oscuras. El amanecer se tomaba su tiempo, y el tren avanzaba lento, pero estar en cualquier lugar fuera de él sería un riesgo instantáneo de muerte. El asiento helado de acero, por más dolor que me causara en la espalda, era el único sitio que otorgaba un sentimiento de seguridad en toda Rusia, a pesar de que fuera falso. Esto lo supe cuando el sol ya iluminaba la estancia y el tren frenó. En los vagones del fondo se podían escuchar protestas, gritos, y entonces un disparo. Cualquier horror que se hubiera dado lugar en aquel momento se reflejó en los ojos grises de Valentina, y se multiplicó cuando soldados repletos de cargamento comenzaron a subirse en el tren sin mirar dónde pisaban; la mayoría iban directos a la parte trasera.

El trayecto se reanudó minutos después, y apreté la mano de Valentina con fuerza. Huíamos del peligro hacia más peligro, pues desde el segundo en el que pusimos nuestros pies en el suelo del Transiberiano sabíamos que Rusia no volvería a ser un lugar pacífico mientras nosotras estuviéramos vivas— empezando por el hecho de que nunca lo fue.


 

15 de febrero, 1917.

 

 

El ruido reinaba en las calles del antiguo San Petersburgo; no había ni un solo callejón, ni una sola esquina de silencio en la que descansar. Las masas de gente, tan firmes como el suelo que pisaban, no se dejaban calar por la nieve que cada vez adquiría más fuerza y seguían avanzando, a gritos, cada uno menos inteligible que el anterior. A mi lado, apoyada en la pared para evitar ser golpeada, una Valentina de veintiséis años temblaba.

¿Es cierto que va a acabar la guerra?

Desde que el Transiberiano nos dejó en Petrogrado doce años atrás, cuando yo apenas había cumplido los quince y ella los catorce, Valentina había hecho esa pregunta o alguna remotamente similar cuatro veces, contadas. Siempre había procurado mantener una actitud positiva ante el mundo cayéndose a pedazos— quizá fuera eso lo que me mantuvo a mí en pie durante tantos años de incertidumbre.

Porque si Rusia ya era un lugar inseguro y aterrador, la Gran Guerra tan solo logró desgranar al pueblo aún más; cada miga de pan requería meses de trabajo, cada derrota en batalla era una ofensa para nuestra nación. Sin embargo, bajo el frío polar de febrero, todas aquellas organizaciones de trabajadores prometían terminarlo todo de una vez por todas, jurando el fin del zar y el principio que Rusia de verdad merecía.

Temblé ante el descubrimiento de que quizá mi país no era digno de un comienzo pacífico y que, al final, todo ardería de nuevo y nosotros, los rusos, no seríamos más que las cenizas de un territorio únicamente grandioso en su extensión.

Esta vez fue Valentina la que notó mi desesperado silencio y tomó mi mano con la suya. De pronto, en total asombro, vimos al Transiberiano frenando en la estación principal de Petrogrado, más cerca de lo que parecía estar. Era una segunda oportunidad de salvación.

 

 

 

8 de noviembre, 1917.

 

 

—¿Dónde crees que estamos?

La guerra nunca acabó; tan solo se trasladó a un contexto más personal hasta transformarse en una batalla civil dentro de nuestro propio país. Los soldados, a pesar de que no habían sido enviados al frente aún, esperaban con ansias las órdenes de sus respectivos líderes. Lo veía cada vez que el tren hacía paradas en ciudades grandes para reponer su cargamento.


—Alexandra, ¿dónde crees que estamos?

Mi nombre escapando de los labios de Valentina me devolvió a la realidad. Una realidad en la que reinaba el intenso ruido de la lluvia, y en la que no se veía nada por la ventana a mi izquierda debido a la tormenta.

—No lo sé —contesté, tratando de descifrar las siluetas del exterior—, no veo nada.

Ella suspiró y se hundió aún más en su asiento, rígido y frío.

—Se suponía que esta vez iba a salir bien, lo prometieron —cruzó los brazos sobre su pecho—, que nada sería de nadie y que todos podríamos trabajar contentos, que todos tendríamos suficiente comida para un día entero…

—Valentina —la llamé. No me escuchaba; no quería escucharme.

—Lo prometieron, Alexandra, lo prometieron.

Todas las promesas vacías y las miserables palabras del consuelo que gobernaban Rusia desde tiempos inmemorables seguían ahí, tan solo habían tomado una forma más bonita, más artística, mientras se peleaban por ver quién gobernaba. Y Valentina se estaba dando cuenta de ello ahora— o quizás siempre lo supo pero decidió ignorarlo. Sus ojos estaban llenos de lágrimas.

Volví a entrelazar nuestras manos como tantas veces habíamos hecho antes. No podíamos hacer nada salvo esperar a que, tarde o temprano, la lucha terminara.

 

 

 

 

24 de diciembre, 1921.

 

 

El tren se detuvo y a nuestro alrededor la gente empezó a levantarse, bajándose del vagón y hundiéndose en la oscuridad de la noche en el exterior. El pequeño reloj de bolsillo escondido en mi falda marcaba las once y media de la noche, y seguía su constante tic-tac, recordándome que aún no se había acabado, y sin aclarar si eso era algo bueno o todo lo contrario.

Justo cuando tomé los frágiles brazos de Valentina para subirla a mi espalda, se despertó. No era capaz de articular palabra aún, así que simplemente extendió sus manos como pidiéndome que no la dejara ahí; reanudé mi intento de llevarla a cuestas y pronto todo su famélico cuerpo estaba enganchado al mío, con toda la fuerza que pudo encontrar.

—Vamos a comer —susurré—, hay una granja justo aquí. Vamos a comer.


Bastó con salir completamente del Transiberiano para darme cuenta de que la granja, como prácticamente cualquier edificio útil después de la guerra civil, era poco más que un puñado de cenizas y madera quemada. Los pocos animales que quedaban huyeron nada más ver a la gente acercándose.

Sin embargo, cuanto más se aproximaban los pasajeros a la granja, menos personas había. Iban cayendo por el camino, como peones en un tablero de ajedrez, incapaces de soportar el hambre que terminaba por consumirles. Ni siquiera intentaban comerse unos a otros como uno se habría imaginado; no tenían fuerzas.

Seguí avanzando, ignorando el peso que suponía Valentina sobre mis desgastadas rodillas, liderada por la frágil esperanza de que hubiera algo dentro del granero. Los restos de alguna fruta, una hierba salvaje, algún animal muerto hace poco, cualquier cosa que nos permitiera aguantar un día más. Tan solo un día más.

Noté que los brazos de Valentina perdían fuerza y se soltaban poco a poco de mi cuello, haciéndola caer hacia atrás. Me di la vuelta y la agarré justo a tiempo, situándonos a las dos en el suelo infértil, seco y frío de pleno invierno.

Valentina respiraba con dificultad, más de la que había mostrado en toda su vida. Sabía lo que eso significaba, pero no estaba lista para aceptarlo. Ella sí; me miraba con los ojos entrecerrados rebosantes de cariño, de los que solo escapó una lágrima.

—No te vayas —sollocé, acariciando sus mejillas—, no te puedes ir.

A través de mi vista nublada pude observar, a duras penas, como Valentina extendía muy lentamente su brazo para esconderlo entre mi falda y sacar el reloj. Sonrió como pudo y me lo enseñó; marcaba las doce de la noche. Con el último aliento que le quedaba entrelazó nuestras manos, sin moverse cuando la mía no dejó de temblar y mi llanto empeoraba con cada segundo que pasaba, y murmuró:

—Feliz Navidad, cielo.

Entonces cerró los ojos sin borrar su débil sonrisa, y no los volvió a abrir, no importa cuántas horas estuve despierta esperando a que lo hiciera.

Para Valentina, la guerra por fin había terminado.


Comentarios

  1. Tu niña tiene talento. Por supuesto mucho que aprender, pero he leido escritos de algunos que se autodenominan escritores y no la superan. Ella tiene el poder innato del talento y esa es una ventaja importante Felicitala.

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