IN ABSENTIA.

           Cuando aquella niña un poco más pequeña que yo se mudó a la casa de enfrente, además de su llanto, pues creo que lloraba la mayor parte del día, lo que más llamó mi atención fue su nombre: Eva. Fue mi madre quien me dijo cómo se llamaba, y noté una sensación extraña en la boca del estómago, como si aquel nombre significara algo para mí, como si resonara en mi oído en forma de eco de voces lejanas que no lograba distinguir. No es que el nombre me fuera ajeno, siendo el de la primera mujer según la Biblia. No. Es que sentía que no me era ajeno.

Tiempo después tuve un extraño sueño, uno en el que una mujer de pelo largo y rojizo contemplaba el horizonte desde lo alto de un acantilado alfombrado de hierba verde y fresca. Y digo que fue extraño porque podía sentir el viento húmedo y frío en su rostro, como si fuera el mío, y sentía que no miraba por mirar, que estaba esperando, que al mismo tiempo estaba buscando mucho más allá de lo que sus ojos pudieran alcanzar. Una idea firme rondaba su mente: “No me moveré de aquí hasta que llegue la noche. Y mañana, en cuanto amanezca, volveré. No te encontrarás solo cuando vuelvas”. En mi sueño empezó a desaparecer la luz del día, pero antes de que se hiciera de noche, una voz de mujer mayor gritó desde la distancia: “¡Evelyn, por favor, vuelve ya!” Y desperté con una desazón que no me correspondía a mí, pues no había sido un mal sueño, al contrario, si quisiera describirlo con una sola palabra, sería “esperanza”. No sé a quién esperaba Evelyn, pero sé que tenía el absoluto convencimiento de que en cualquier momento aparecería en el espacio que abarcaba su vista. Jamás había sentido tal certeza en mi propia vida.

            Al cabo de unos años, no muchos, pues yo aún era jovencita, una mujer compró una casa un poco más abajo de la de Eva, quien ya era mi mejor amiga a estas alturas. Era una mujer extraña, y no porque la rodearan circunstancias extraordinarias, todo lo contrario, era de aspecto totalmente anodino, casada y madre de tres hijos. Sin embargo, desde el primer día que la vi caminando calle abajo y nuestras miradas se cruzaron, fue como si nos conociéramos de antes. Y eso era imposible, no sólo porque venía de otra ciudad y yo no la había visto nunca, sino porque sería veinte años mayor que yo.

Una de esas noches de verano en que paseábamos calle arriba y abajo, comprando helados en la tienda de la esquina y dejándonos caer en cualquier escalón para disfrutarlos, la mujer se detuvo delante de nosotras y me dijo:

—Cuando tengas un rato, me encantaría que vinieras a mi casa. Me gustaría hablar contigo.

Yo, con quince años escasos, me quedé helada. Por mi cabeza circularon todos los motivos por los cuales aquella señora querría hablar conmigo. Y no, no recordaba haberme peleado con sus hijos, ni haber dado un balonazo a su pared, ni nada parecido. Ella notó mi extrañeza y me aclaró:

—No te preocupes, chiquilla. Es para algo que seguro te va a encantar. Lo presiento.

Cuando siguió su camino, la voz de mi madre desde uno de los corrillos de vecinas que charlaban mientras nos vigilaban, gritó:

—¡Carmen, ven un momento!

Me levanté del escalón y fui hacia ella. En cuanto estuve a su altura, me hizo un gesto para que me agachara y me dijo al oído:

—Ni se te ocurra ir a casa de esa mujer, ¿me oyes?

Parecía molesta, casi enfadada, algo que yo no entendía. La mujer parecía amable, y desde luego fue muy educada.

—¿Me has entendido?

—¿Por qué no puedo ir?

—¡Porque no! ¡En su casa se hacen cosas muy raras! Ya lo entenderás cuando seas mayor.

Con las madres de mis tiempos no se discutía, bastaba un gesto o una mirada para saber que no había nada más que añadir y que si se te ocurría no hacerle caso, las consecuencias no serían agradables. Asentí y volví con mis amigas.

            ¿Puede haber algo más motivador para hacer algo que la prohibición de hacerlo? Estoy segura de que no, al menos para mí. Así que, desde aquel instante, esperé pacientemente el momento en que mi madre tuviera algo que hacer fuera de casa para poder ir a ver a Esperanza, que así se llamaba la misteriosa desconocida. Y el día llegó cuando una de mis tías tuvo que ir a la ciudad a comprarse un vestido para ser la madrina de la boda de su hija, y necesitó a sus hermanas como consejeras, mi madre entre ellas. Yo sabía que aquella jornada sería larga y me daría la ocasión de hacer lo que había estado esperando durante días.

En cuanto mi madre dio la vuelta a la esquina camino de casa de su hermana, cerré la puerta con llave y me lancé velozmente calle abajo. Llamé al timbre y la mujer, amable y sonriente, me abrió la puerta de su cancela.

—Has tardado más de lo que yo creía.

Al parecer, me había estado esperando.

—Pasa, anda. ¿Quieres beber algo?

La advertencia de mi madre se paseaba escrita en luces de neón por mi memoria. No. Mejor no tomo nada. No sé qué cosas raras se hacen aquí.

—No, gracias. Contesté.

Me condujo hasta una habitación no muy grande, pero sí acogedora, con dos sillones y una mesa redonda en el centro. Había una estantería llena de libros, un par de bolas de cristal, varias bolsitas que, en aquel momento no sabía qué contenían, y algunos adornos que no eran muy típicos en el pueblo: figuras de hadas, una vela con forma de dragón y una gran vela encendida.

—Siéntate.

Así lo hice.

—¿Sabes por qué te pedí que vinieras?

Negué con la cabeza. Estaba un poco apabullada. Recuerdo que tenía la carne de gallina y si no me controlaba un poco, empezaría a temblar.

—Porque tienes el don.

—¿El don? ¿Qué don?

—El único don verdadero que existe. El de ver pasado, presente y futuro, el de hablar con personas que ya no están, el de ser capaz de despertar la memoria de tu alma.

La verdad es que, si en aquel momento hubiera sido valiente, o cobarde, ¿quién sabe? me hubiera marchado de allí a toda velocidad. Pero algo me impedía levantarme de aquella silla.

Esperanza escogió una de las bolsas de tela y sacó de dentro una baraja.

—Toma. Mírala con atención. Haz lo primero que se te ocurra con ellas.

Miré los dibujos como quien repasa cromos, dibujos que no había visto antes, pero que me resultaban familiares. Luego las barajé, como si lo hubiera hecho siempre, y volví a mirarla a ella.

—Sabes lo que tienes que hacer. Lo has hecho durante siglos.

Instintivamente, formulé en mi mente una pregunta y me llevé la baraja junto al corazón. Luego la dejé en la mesa y la separé en dos montones, escogí uno y solté tres cartas que ofrecían la respuesta a mi pregunta. Era algo que me preocupaba, una de mis amigas se iba a ir a vivir al extranjero, pero aún no se sabía si lo haría o no. Bueno, yo lo supe en aquel instante: se iría antes de que acabara el año. La certeza que me invadió me infundió una seguridad que reconocí como de otros tiempos, y me sentí extraña, pero poderosa.

Esperanza me miró satisfecha.

—No has necesitado más que ver los dibujos para reconocerlos — sonrió. —Ahora solo necesitas práctica.

A partir de aquella mañana, cada día busqué nuevos momentos para compartir con ella. Me contó que tenía la habilidad de reconocer a las personas que, como ella, habían vivido varias vidas y serían capaces de recordarlas con un poco de ayuda por su parte. Por entonces yo no sabía nada de registros akashicos, de adivinación, o de comunicación con el más allá. Fue ella la que me explicó todo y me abrió la puerta a un mundo totalmente desconocido y fascinante para mí. Las cartas, las del tarot o las españolas, no tenían ningún secreto para mi mente. Interpretarlas era como abrir el libro de la historia de alguien, o su álbum de fotos. Los horóscopos, los cuatro elementos, los planetas, las otras realidades que nos rodean y que no podemos ver, esas fueron nuestras conversaciones durante años.

            Una tarde, ya en invierno, sentadas delante de una taza de café, ambas fumando un cigarro, pues esos son otros vicios que le debo a ella, le hablé del sueño que había tenido años atrás, el de la mujer en el acantilado.

—Eso no es un sueño cualquiera — me contestó — Cuando el recuerdo es tan vívido, no solo las imágenes, si no los sentimientos, las emociones, son momentos de vidas pasadas que recordamos.

Por supuesto, no era la primera vez que lo oía. Ella me había hablado de todo ese mundo de despertar tras la muerte en un lugar diferente y desconocido, de llevar a cabo allí un aprendizaje y escoger después dónde y cómo volver para seguir perfeccionándonos hasta alcanzar la sabiduría.

—Ponte cómoda. Voy a buscar mi péndulo.

Me eché a reír, aunque no dije nada. Si tenía que escoger un péndulo entre las docenas que yo había visto que tenía, no haríamos nada útil en toda la tarde. Pero me equivoqué.

Volvió en menos de cinco minutos con uno de turmalina negra y se sentó frente a mí. Enchufó un radio—casete, metió una cinta que había sacado de su plástico y le dio al botón de grabar.

—Es bueno que hayamos tomado café, ayuda a la concentración — añadió.

Estaba hablando con ella, viendo moverse el péndulo de un lado a otro y de repente me encontré en aquel acantilado, helada, envuelta en una enorme toca de lana, sintiendo las gotitas de agua aterrizar en mi rostro, y con la sensación de soledad más horrible que ningún ser vivo haya experimentado jamás.

—¿Cómo te llamas? — me preguntó.

—Evelyn.

—¿Qué te sucede, Evelyn? Cuéntame.

—Hace mucho frío, y está oscureciendo. Voy a tener que marcharme a casa. Y no quiero.

—¿Por qué?

—Porque él aún no ha vuelto. Y no quiero que vuelva malherido o muerto, y que no haya nadie esperándolo.

—¿Quién no ha vuelto, Evelyn?

—Mi marido.


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