BRAZOS VACÍOS.


¡No puede ser. No puede ser! 

La voz de dentro de tu cabeza se ha vuelto loca mientras tus ojos no pueden apartar la vista de las dos rayitas rosa. No son sutiles, de eso nada. Piensas "Estamos en octubre...Esto fue en...", y el hilo de tus pensamientos se interrumpe. Recuerdas perfectamente el momento en el que sucedió. 

Tu cerebro vuelve al "No puede ser" de hace unos segundos. 

En un rato entrarás en la fase de "¿Qué voy a hacer ahora?", pero por el momento, tu mente se ha detenido. Y tu mirada. Te estás apretando tanto los labios con los dientes que notas el sabor de la sangre. Coges el test y lo pones encima del borde del espejo. Allí nadie lo verá. No quieres tirarlo. No sabes lo que quieres. Te tumbas en la cama en posición fetal y abrazas la almohada, como haces siempre que la vida te asusta. No se lo vas a decir a nadie, absolutamente a nadie. Ni siquiera a él. ¿Para qué? Se marchó para siempre.No puedes pensar en eso. Y no quieres. No es el momento.

Aún no ha pasado media hora y el secreto pesa como el plomo, como todos los secretos. 

Las voces conocidas empiezan a sonar a tu alrededor: "¿A quién se le ocurre?" "¿Cómo te atreviste?" "¡Y si te hubiera contagiado algo!" Y gritas: "¡Ya lo sé. Ya lo sé!" Te avergüenzas tanto... Tanto. No eres una colegiala. 
Tienes responsabilidades, hijos, un trabajo... Tus padres. ¿Cómo vas a decir esto a tus padres? ¿Al resto de tu familia? ¿A tus amigos? 

Has pasado a la fase en la que te preguntas cómo es posible que esto también te esté pasando a ti. ¿Es que la vida no tiene a nadie más a quien joder? Es el segundo test que te haces. El primero fue la semana anterior. Y estabas convencida de que saldría negativo. Porque todo no le puede suceder a la misma persona el mismo año. Todo no.

Y esto menos. 

En este momento de confusión no lo sabes, pero vas a aceptarlo. Vas a acariciarte la tripa por las noches mientras cantas la misma nana que cantabas a tus otros hijos, vas a hablar con él, porque te encantaría que fuera un chico. 

Vas a notar cómo se hinchan tus pechos y tu cintura. Como todo tu cuerpo se prepara para lo que será su tarea más importante durante los próximos meses.

 No. Aún no le vas a poner nombre. Es muy pronto. Tal vez no lo logre. Es la primera vez que se te ocurre y te provoca mucha tristeza la idea de perderlo. Pensar en tu imagen frente al espejo a tu edad y con una tripa de nueve meses te provoca cierto rechazo. 

Aún no lo sabes, pero pensarás en trasladarte al extranjero.

Aún no lo sabes, pero en unos días te lo vas a imaginar, precioso, blanco, rollizo, rubio, de enormes ojos claros, sonriendo en tus brazos. Vas a pasar por tiendas de ropa de bebé y a fantasear con comprar esto o aquello. Hasta en la farmacia no podrás evitar mirar los chupetes y los biberones con ilusión, con esperanza, sin pensar ya en vergüenzas ni explicaciones. Porque él es lo que te queda de nada. De esto tan extraño. De una de estas cosas raras que te están sucediendo este año.

Aún no lo sabes, pero vas a perderlo. Vas a notar cómo algo escurridizo y cálido se desliza de tu cuerpo y vas a correr al baño suplicando por dentro, con lágrimas en los ojos, que no sea lo que estás pensando, lo que estás temiendo. Y vas a llorar amargamente ante la certeza de que ya no está.

Aún no lo sabes, pero vas a llorar tanto... Y eso que este año has llorado ríos, has llorado mares, lo has llorado todo. O eso creías. Hasta el último momento, mientras te sientas hinchada, vas a mantener la esperanza, a pesar de las lágrimas, a pesar del dolor.

Ahora, mientras piensas todo lo que te queda por vivir si lo traes al mundo, no se te ocurre ni por asomo lo que va a suceder en un par de semanas. Sobre todo no puedes imaginar que no te vas a sentir libre cuando ya no esté, al contrario. 
Ni que la frase de la doctora: "Aquí todo está bien. No ha quedado rastro" va a retumbar en tus oídos durante meses. 

Aún no lo sabes, y por eso te estás dejando llevar por esta emoción tan intensa, que te asusta, pero que te hace sentir viva. Tienes el nombre en tu mente, aunque jamás saldrá de tus labios, primero, por miedo a que desaparezca. Después, porque te provoca una pena inmensa.  En unas semanas lo que tendrás será la idea de un tatuaje que te impida olvidarlo. Y más adelante descubrirás que no lo necesitas, porque piensas en él cada día, y lo otro sería una tortura que, por fin comprendes,  no mereces.

Nunca lo tuviste en tus brazos, pero siempre lo llevarás en tu corazón. Ahora eres la madre de un ángel.

Comentarios

Entradas populares