La abuela.
No todos venimos al mismo mundo, aunque la
tierra y el universo son uno sólo. Hay tantas realidades como seres vivos y
mientras en un rincón de esta nuestra canica de tierra y agua flotando
suavemente entre las estrellas hay quienes nacen entre sedas y oro, en otro
rincón, puede que en el de al lado, otros nacen en la más absoluta miseria.
Nacer en paz, o nacer en guerra, vivir de pie, o vivir de rodillas, morir
dignamente o deseando jamás haber nacido. ¿Qué o quién marca la diferencia? Nos
inventamos el destino para explicarlo, algunos, algo más osados, se inventaron
un dios, si no varios. Si es cosa del destino, no tiene ningún sentido plantar
batalla, pues todo está escrito y como está escrito todo ha de suceder. Si es
cosa de un dios, o peor aún, de varios dioses, ¿cómo un insignificante mortal
podría siquiera soñar con burlar lo que los dioses han previsto para él?
Yo no recuerdo a la abuela,
porque murió siendo yo aún muy pequeña, tres años tenía. Sin embargo, mi
memoria lanza de vez en cuando flashes donde una mujer algo mayor baja las
escaleras de una en una, sujetándose fuertemente a la barandilla por miedo a
caerse. Es una mujer alta, más bien rubia, corpulenta, que lleva un vestido
gris con cuadros negros y sonríe mientras camina, con la mirada alta, la
sonrisa franca y la piel rosada como el pétalo de una flor. A veces veo a esta
mujer sentadaa la mesa en un rincón delante de un triste plato de macarrones
sin salsa, ni carne, ni nada más para acompañar, tristes macarrones blancos. Y
escucho la voz de mi madre que me riñe porque le estoy pidiendo a la abuela de
su plato. Y ella sonríe, y me ofrece. Con los años supe que la abuela había
muerto de cáncer. Aprendí a escuchar sin aparentar prestar atención las
historias sobre su triste y desdichado paso por este mundo y las fui guardando
en un rincón de mi mente de donde hoy se han decidido a salir, como si de un
exorcismo se tratara, como empujadas por alguna necesidad irrefrenable.
La abuela nació a principios del siglo pasado,
en una época en que una parte del mundo había sobrevivido a la revolución
industrial y la otra mitad aún araba los campos con bueyes y mulas. Porque una
mitad del mundo siempre avanza más rauda que la otra para que haya riqueza y
pobreza, bondad y maldad, lealtad y deshonor, para que unos deseen la suerte de
otros y sean capaces de cualquier cosa para lograrla.
La abuela nació en una pequeña calle,
estrecha y empedrada, de un pequeño pueblo, en un lugar donde al mirar por la
ventana se veían campos de olivos que se extendían muchísimo más allá de dónde
alcanza la vista. Interminables hileras verdes entre terrones que ofrecían el
único modo de subsistir por aquel entonces en aquel lugar. Unos pocos atesoraban
los campos mientras muchos simplemente los trabajaban a cambio de un salario
para sobrevivir. Por entonces ya había dos Españas, una rural y pobre, además
de mal repartida y otra donde la industria empezaba a florecer prometiendo
igualdad de oportunidades. Donde la abuela nació todavía se lavaba en el río, o
en las fuentes, si uno tenía la suerte de nacer en el pueblo y se planchaba con
enormes planchas de hierro cargadas de carbón ardiendo. Fue la tercera de los
hijos que su padre y su madre trajeron al mundo, y detrás de ella vinieron dos
más y otro u otra que no llegó a ver la luz pues todo sucedió cuando aún estaba
en las entrañas de su madre.
Ocho años tenía la abuela, sería entonces una
niña rubia de enormes ojos claros pues mi madre siempre decía que tenía los
ojos del color de dos bolas de gaseosa, sólo ella podía haber hecho una
comparación así, y hasta las pestañas y las cejas rubias como el oro. El día en
que su destino cambió, la abuela estaría
jugando en su casa con alguna muñeca de trapo que habría hecho ella misma, pues
entonces los pobres no iban a la escuela y tampoco tenían juguetes de verdad, o
haciendo lo poco que hubiera que hacer en la casa para ayudar a su madre,
cansada de parir y criar hijos que costaba tanto trabajo mantener. Mil veces me
ha contado mi madre la historia de cómo aquel día su abuela quiso ir a un
pueblo vecino a comprar unas zapatillas para su hija pequeña y que para llegar
a aquel lugar había que cruzar un río y si bien la barca estaba en la orilla,
el barquero no apareció por ningún sitio, porque a veces las personas
desaparecen justo para que las cosas sucedan como tienen que suceder. Y porque
aquel barquero no estaba donde tenía que estar, la mujer aceptó el ofrecimiento
de un muchacho que le dijo que había cruzado el río mil veces y que él podía
llevarlas a donde iban y así no perderían el día que tanto le había costado a
ella organizar para salir con la pequeña. Ya estaba en avanzado estado de
gestación de aquel bebé que no nació y llevaba a la chica de la mano cuando
subió en aquella barca que no tenía barquero y selló su suerte y la de todos
sus hijos. Hacia la mitad del camino la barca volcó y el Guadalquivir se
apropió de la vida de todos sus ocupantes. El cuerpo sin vida de la niña lo
encontraron más tarde, y no hubiera aparecido de no ser porque atrancó un
molino y éste dejó de funcionar, y así la encontraron, mojada y magullada como
una muñeca rota. Mi abuela se lo contó a mi madre, y mi madre me lo ha contado
mí desde que puedo recordar y conforme se va haciendo mayor, me lo cuenta más a
menudo, como hacen todas las personas mayores con sus historias cada vez que
alguien les presta un minuto de atención.
El marido, mi bisabuelo, enloqueció cuando
supo lo que le había pasado a su mujer y a su hija, y a su bebé que ya no iba a
nacer. Y así fue como la pequeña rubia de ocho años no tuvo más remedio que
comportarse como una mujer y hacer todo lo posible por sacar a su familia
adelante. El hombre se dio a la bebida para no tener que pensar en lo que iba a
hacer solo y con tres niños en el mundo a los que no podía mantener. Los
pequeños pedían limosna por las casas y a veces tenían la suerte de que alguna
vecina les trajera un plato de sopa caliente para que pudieran pasar el día con
algo en el estómago. Luego cazaban pájaros y conejos que vendían a los
señoritos del pueblo mientras estaban en la plaza debatiendo sobre sus tierras
y sus negocios. Estos mismos les mandaban a lo que llamaban la casa de la perra
gorda precisamente a por una perra gorda, la moneda de la época, con la que
poder al menos comer.
El
tiempo no fue pasando porque el tiempo nunca pasa, somos las personas las que
vamos pasando por el mundo desde que nacemos hasta que morimos y dejamos sitio
para los que vendrán después. Y la abuela se convirtió en una joven de catorce
años que poco a poco se fue quedando sola pues sus hermanos se marcharon y su
padre murió, borracho y medio loco. Entonces conoció a Pablo, y debió parecerle
que eso era el amor, porque no tardó mucho en marcharse con él a vivir a otro
pueblo y respirar otro aire lejos de aquel lugar donde su destino cambió. De
cómo el abuelo la enamoró nunca se supo, porque Pablo era tosco y egoísta, y
nunca hacía nada que no le reportara beneficio ni tenía una palabra o un gesto
amable para con ella. Alguna palabra bonita debió decirle alguna vez para que
ella pensara que él era el hombre con quien estaba destinada a compartir sus
días. Tal vez fuera su tez blanca y sus ojos verdes. O quizás fuera la soledad
la que le empujó a querer a un hombre que jamás dio muestras de que el
sentimiento era mutuo. Mi madre solía decir que su padre sólo había tenido
palabras amables para su hija pequeña, Manuela, que era igual que él, y que
ella solía mirar desde un rincón cómo la sentaba en sus rodillas y le contaba
cuentos y la abrazaba, como nunca había hecho con ella ni con su otra hermana.
Pero eso es otra historia.
Si en algún momento la
abuela pensó que su vida iba a mejorar a partir del momento en que unió su
destino al de su marido, se equivocaba. Porque hay personas que no han nacido
para conocer la felicidad y cuyas vidas transcurren de desdicha en desdicha con
intervalos de cierta normalidad desde que entran en este nuestro mundo hasta
que se van. Y si en algún momento le pareció que era una desgracia no poder
darle pronto hijos a su marido era porque no sabía lo que el destino le
deparaba. Los hijos tardaron en llegar, pero llegaron y trajeron consigo
tristezas antiguas que creía olvidadas.
Al principio Pablo y su mujer vivieron en el
pueblo, hasta que llegaron los años oscuros de la Guerra Civil. El abuelo fue
reclutado por el bando republicano y no tuvo más remedio que marcharse al
frente. Mi madre siempre me contaba que una vez el abuelo y su hermano
coincidieron en el campo de batalla, uno frente a otro, y pudieron esquivarse
para no acabar matándose. Cuando la guerra terminó y el abuelo volvió a casa,
empezaron los ajustes de cuentas de un bando contra otro. Porque en la guerras
no hay vencedores ni vencidos, sino hombres convertidos en soldados en contra
de su voluntad que jamás han matado ni a una mosca antes de tener que disparar
a un semejante. Hombres condenados al campo de batalla para satisfacer la codicia
de unos cuantos. Una mañana un grupo de estos hombres vinieron a buscar a Pablo
a su casa y quiso la suerte, el destino o algún dios que uno de los señoritos
más ricos del pueblo pasara por la calle, porque a veces las personas aparecen
para que las cosas sucedan justo como tienen que suceder, y les viera aporrear
su puerta. Les preguntó qué hacían allí, como si no supiera de qué se trataba
cuando era algo que venía sucediendo a diario desde que ganaron los nacionales.
Los hombres le dijeron que venían a “darle el paseo a Pablo”, refiriéndose al
trayecto que recorrían los que iban a ser fusilados en la plaza desde sus casas
hasta su destino final. El hombre se llevó las manos a la cabeza y les dijo que
Pablo era el más trabajador y más honesto de los hombres del pueblo y que si
pretendían llevarle a dar el paseo, más les valdría empezar con él. Los otros
no tuvieron más remedio que marcharse. Pero la abuela lo había visto todo desde
la ventana, sintiendo un miedo atroz ante la idea de que su marido hubiera
vuelto vivo de la guerra sólo para acabar siendo fusilado en la plaza del
pueblo. Así como nadie supo nunca de sus lágrimas cuando perdió a su madre,
tampoco nadie supo de aquel miedo. Cuando los hombres que habían venido a
buscar a su marido se marcharon y el señorito siguió su camino, ella respiró
profundamente y fue a despertarle para contarle lo sucedido.
Pero aunque el abuelo pudo
burlar a la muerte en aquella ocasión, no pudo librarse de ir a un campo de
concentración de una población que estaba a medio día andando de distancia y su
madre lo sabía muy bien pues lo recorría a diario para ir a llevarle de comer
evitando así que muriera de hambre y cayera en una de las zanjas que los presos
del campo estaban obligados a cavar de sol a sol. Muchos hombres que habían
entrado allí sanos y fuertes como robles ya habían sufrido ese cruel destino, y
ella se negaba a que su hijo fuera uno más. Así que, como la abuela estaba
recién parida y la hemorragia que sufrió no la dejaba ponerse en pie, la madre
del abuelo iba y venía todos los días a aquel campo de concentración para
llevarle a su hijo cualquier cosa que hubiera podido conseguir para comer, ya
fuera pan y agua, o algún caldo que hubiera logrado cocinar matando alguna
gallina de las que criaba en el corral. A la abuela no le subía la leche porque
no tenía qué comer y no paraba de sangrar, así que su suegra no tuvo más
remedio que sacrificar su última gallina para cocer un caldo con que
alimentarla. Mi madre dice que a los dos vasos de caldo la leche subió como por
arte de magia.
Después de mi madre, que fue
la mayor de todos, nació otra niña, Juana, y después de ésta llegó Ángela.
Ángela porque era pequeña, rosada y tenía tirabuzones rubios como una muñeca de
porcelana. Ángela porque parecía un ángel y como un ángel vino y se marchó. Por
entonces la abuela ya vivía en el campo, aunque antes había vivido en el
pueblo. Una señora le ofreció cuidar de sus campos y su cortijo a cambio de no
tener que preocuparse por cómo mantener a su pequeña familia, y ella aceptó.
Así fue como fueron a parar al cortijo donde vivirían hasta muchos años
después, cuando volvieron al pueblo. “Las Gloriosas”, que así se llamaba el
cortijo, no tenía nada que ver con su augusto nombre, estaba medio abandonado
hasta que ellos llegaron y se encargaron de resucitarlo plantando verduras,
hortalizas y cereales, y llenándolo de los animales que les dio la señora,
principalmente gallinas, pavos, pollos, conejos y más adelante hasta un cerdo
por año para la matanza. De cada diez gallinas, mi abuela podía quedarse con
dos, lo mismo con los animales que criara en el campo, el cereal que plantara y
todo lo demás que naciera en aquellas tierras. Las gallinas eran flacas y
arrugadas pues las pobres se mantenían de lo que encontraban en los alrededores
del cortijo, y parece ser que no era mucho, pues mi madre dice que a algunas
había que buscarlas a kilómetros de distancia a donde habían llegado
persiguiendo a algún bicho con que alimentar sus tristes carnes. Por suerte la
señora no sabía cuántas había realmente, de lo contrario no habrían podido
explicarle que más de una se perdió en su odisea buscando algo que comer.
Gracias a aquel lugar, a mi
madre y a su familia no les faltó qué comer, ni en lo que ellos siempre
llamaron “el año del hambre”. No tenían caprichos, pero no les faltaba el
alimento. Mamá decía que a veces ella y su hermana, con la que se llevaba
dieciocho meses, iban a los cortijos cercanos, más lujosos, en los que vivían
los señoritos y algunas criadas les sacaban por la ventana pan con una onza de
chocolate y un poco de aceite, y a veces, incluso un vaso de leche, con mucho
cuidado de que nadie las viera, pues probablemente sus señores hubieran
preferido tirar a la basura la comida a dársela a algún pobre, tan fresco
estaba aún el resentimiento entre la población.
Según mi madre, su hermana Ángela hubiera
sido la más bonita de todas de haber llegado a hacerse mayor, pero quiso la
mala suerte que un día enfermara de unas extrañas fiebres que nadie supo tratar
y muriera con apenas tres años dejando a la abuela sumida en la tristeza más
profunda, la que nunca se supera, pues los seres humanos no venimos al mundo
preparados para perder a nuestros hijos. Mamá siempre dice que la pequeña
Ángela fue enterrada con un dedito vendado porque se había hecho una herida
jugando en un cortijo vecino, y que mi abuela siempre culpó a aquel día de la
desgracia de su niña, pues allí no hacía mucho que había muerto una cerda por
culpa del tétanos. La abuela nunca creyó al médico cuando le dijo que la niña tenía
pulmonía. Ella sentía que aquel diminuto arañazo que había podido cubrirse con
un pequeño trozo de trapo se había llevado a su hija de su lado para siempre. Y
si no hubiera tenido otras hijas a las que aferrarse, si esas otras manos
pequeñas no hubieran ejercido de ancla invisible que la ataba a la tierra, la
abuela se hubiera dejado morir para acompañar a la pequeña que se le fue. Decía
que no podía soportar pensar que su hija estaba sola en algún lugar oscuro y
frío y ella no podía ir a buscarla. Mamá me contaba que la abuela lloraba de
noche y de día y que nunca dormía y si, en algún momento de agotamiento sus
ojos, que normalmente estaban fijos en algún punto perdido y lejano, se
cerraban unos segundos, se despertaba sobresaltada porque había oído el eco del
grito lejano de su hija muerta. Y mientras la pobre mujer intentaba encontrar
una razón para seguir levantándose por las mañanas, el abuelo soñaba con que el
próximo hijo que tuvieran por fin sería un varón.
El
abuelo iba todos los meses al pueblo a cobrar su paga y allí se reunía con
otros hombres que también trabajaban los campos, y bebía y comía sin pensar en
las criaturas que le esperaban en casa como a agua de mayo porque sabían que
con un poco de suerte, si él no se emborrachaba demasiado, a lo mejor probaban
unas sardinas del pueblo. De todo cuanto había en casa, lo mejor siempre fue
para él, y si alguna vez faltó un plato caliente en la mesa fue para la madre o
para alguna de las niñas. En el cortijo no había camas, sino colchones llenos
de lana, con suerte lo bastante recios para que los huesos no tocaran el suelo,
que estaba empedrado y se clavaba en el cuerpo dejando un hueco en la carne que
no llegaba a borrarse para cuando llegaba la hora de acostarse a la noche
siguiente. Al menos había un fuego que siempre estaba encendido en los meses de
más frío y que calentaba el puchero del que comerían todos ese día. A veces la
abuela, no se sabe dónde, conseguía una naranja y la dividía en gajos que
repartía entre todos. Si era una manzana, la cortaba en trozos y cada uno cogía
uno. Y lo mejor de todo aquello es que ella sabía hacer pan. Mamá dice que si
cierra los ojos todavía puede percibir el olor a pan recién hecho cocido en la
lumbre y que jamás ha vuelto a probar nada parecido a ese manjar, no sabe si
porque realmente era lo mejor que había tomado nunca, o porque el hambre no
entiende de esas cosas. La abuela sabía muy bien cómo engañar al hambre con
poca cosa, no en vano siempre había sido pobre, así que a veces hacía fideos de
harina para añadirlos al cocido, que como mucho llevaba además algún hueso
salado y alguna de las desgraciadas gallinas que no habían logrado escapar a su
destino.
Después
de Ángela, la abuela tuvo por fin un hijo varón que se convirtió en la niña de
sus ojos. Mamá dice que siempre le pareció algo extraño, pues tenía los ojos
rasgados y los labios más gordos de lo normal, con su pequeña lengua siempre
asomando, pero la abuela decía que era el niño más bonito que habían visto sus
ojos y lo que sí es cierto, es que es criatura le devolvió a la abuela las
ganas de vivir. Y por más que las señoras de los cortijos de alrededor se
empeñaran en decirle que el niño no era normal, ella no se daba cuenta, o no
quería verlo, porque por fin le había dado a su esposo lo que él tanto deseaba.
Pero la vida en el campo era dura. El cortijo
estaba a un día de camino andando y sólo pasaba un autobús que paraba si
llevaba sitio, de lo contrario seguía su camino. Por eso cuando el niño cogió
la difteria, la abuela salió al camino y esperó al autobús con él bien
acurrucado entre sus brazos pues hacía un frío que cortaba la respiración. Y
esperó. Y esperó. Ella no sabía lo que tenía su hijo, sólo que tenía mucha
fiebre y no quería comer. Aquel día el autobús pasó y la abuela, temiendo que
no parase porque no llevaba sitio, se puso delante pues estaba decidida a
llevar a su hijo al pueblo para que le viera un médico. Pero el autobús la
esquivó. Y no paró. Y esa misma noche el pequeño murió ante los ojos de su
madre que no podía creerse que la vida la castigara de nuevo con este dolor que
no sabía por qué podía merecer.
A veces las desgracias superan hasta a los
más fuertes, y la abuela sólo quería morir. De no haber sido porque sus dos
hijas cuidaban de ella habría seguido el camino que quiso seguir desde que su
niña se marchó. Dejó de comer, de dormir y hasta de hablar convirtiéndose en
una sombra que de vez en cuando se levantaba para ir a mirar por la ventana,
como si pensara que en algún momento su hijo iba a aparecer. Por entonces mi
madre ya tenía ocho años, los mismos que tenía mi abuela cuando su madre murió,
y se encargó de mantenerla con vida hasta que el dolor dejó un hueco en su
estómago para el alimento y fue capaz de recuperar el sentido de la realidad.
La vida en el campo era muy difícil. Los
inviernos eran fríos y duros; si eran secos, porque el aire cortaba el aliento
como con un témpano; si eran lluviosos, porque el agua impedía incluso salir a
buscar el sustento. Un invierno lluvioso podía alargar la época de la recogida
de la aceituna casi hasta la primavera y por entonces el fruto ya estaría
podrido de tanta agua y se perdería la mitad de la cosecha. Los veranos eran
calurosos y secos hasta el punto en que había que salir al campo a las cinco de
la madrugada para poder estar de vuelta antes de que el sol pudiera quemarte
vivo.
Ni mi madre ni su hermana habían ido nunca al
colegio, probablemente ni siquiera habían oído hablar de él. El colegio era
para los niños que al menos vivían en el pueblo, y para ellas era imposible
acudir. Ni la abuela ni el abuelo sabían leer ni escribir, así que no pudieron
enseñarlas a ellas. Sin embargo, un día un hombre llamó a la puerta y dijo que
era un maestro de escuela que no tenía trabajo y que estaría dispuesto a
enseñar a las niñas a leer y a escribir y al menos las cuatro reglas, como
hacía con otros niños de otros cortijos de los alrededores, a cambio solamente
de un plato de comida caliente. A la abuela le gustó la idea, pero el abuelo dijo
que en su casa no entraba más hombre que él, y que si quería enseñar, bastantes
niños había en los otros cortijos como para meterle en su casa. El abuelo
siempre fue muy celoso de su mujer y de sus hijas así que aquella oportunidad
pasó por su puerta para marcharse y no volver jamás. Hasta al cabo de muchos
años no descubrirían mi madre y mi tía cuánto habían perdido por estar en aquel
lugar, cuántos días de colegio y tardes en la plaza con otros niños, cuántos
juegos y canciones, cuántos libros por leer e historias que descubrir. Mamá
solía contarme que su hermana pequeña todos los años recibía una o dos
bofetadas cuando llegaba la época de la feria del pueblo, porque una vez que
iba a verla, ya no quería volver y, al contrario que mi madre, que era mayor y
más lista, lloraba y pataleaba hasta que la primera bofetada aterrizaba en su
mejilla. Con suerte una sería suficiente, sin embargo, a medida que pasaban los
años, a veces hicieron falta dos.
Las dos hermanas solían trabajar en el campo
acarreando lo que sus pequeños cuerpos podían soportar: algodón, aceitunas que
habían quedado en el suelo en la última cosecha, garbanzos o cebada. No es de
extrañar que al final las dos acabaran por no tener ningún hueso en su sitio
con los años. Mi madre dice que por eso ella no creció suficiente, porque
mientras estaba en edad de comer, crecer y jugar, se pasaba el día trabajando
de sol a sol como un peón cualquiera de los que pasaban por allí.
Una vez estaba mi madre
jugando en un cortijo cercano con una de las hijas de la señora que se
entretenía mucho con su compañía y el dueño del cortijo le dijo que había
nacido una piara de cerdos y le ofreció el más pequeño como regalo. ¡Cómo
volvía aquella niña de orgullosa con su cerdito entre los brazos! Más parecía
que llevara un bebé que un animal. A partir de aquel momento todos los años le
daban al cerdito más pequeño para que ella le alimentara y le cuidara hasta la
época de la matanza. Mi madre buscaba todo lo que se pudiera comer para dárselo
al cerdo pues de ello dependía una buena cantidad de alimento para todo el año:
carne, jamón, chorizos, morcillas y tocinos. Llegó a engordar a uno en más de
doscientos kilos, pero ese no llegaron a probarlo porque se lo llevó la señora
una vez lo hubieron matado. Era tan hermoso.
La señora era una solterona
alta y de buen ver, pero demasiado orgullosa como para someterse a un hombre
con la mentalidad de la época. Decían que una vez tuvo un novio pero que murió
joven de una extraña enfermedad y que por eso ella no había vuelto a mirar a
ningún hombre. Sin embargo, gracias a lo que mi madre me ha ido contando de su
comportamiento para con ella y para con las personas que la rodeaban, nunca me
la he podido imaginar amando a alguien que no fuera ella misma. Altiva,
caprichosa, siempre pendiente de lo que se llevaba y lo que no, y también algo
cruel con los que más hubieran necesitado algo de respeto. Doña Luisa, la
llamaba todo el mundo. Doña Luisa tenía más de una sobrina, pero a la que más
le gustaba bajar al cortijo con ella a su sobrina Carmencita, una niña preciosa
e inocente que, ajena al motivo real por el que su tía visitaba Las Gloriosas
de vez en cuando, que no era otro que contar los animales que había, llevarse
todo lo que pudiera y echar un vistazo a las tierras, se divertía enormemente
jugando con las dos niñas de mi abuela, mi madre y mi tía. Durante una de estas
visitas la abuela se encontraba recogiendo algunos trastos de la habitación que
habían destinado a ser la despensa y, por casualidad, miró por la ventana y
sonrió al ver cómo su hija mayor jugaba con Carmencita. La niña, que tendría
más o menos la misma edad de mi madre, le había cambiado sus preciosos zapatos
de charol por las sandalias gastadas de goma que llevaba mi madre y andaba
caminando como una modelo por una pasarela, ésta de tierra y polvo. Las dos
crías reían a carcajadas mientras la abuela confirmaba que nadie nace clasista,
ni probablemente ninguna otra palabra terminada en este sufijo. La sociedad y
la cultura, la realidad del momento, hace a cada uno lo que es, poco a poco,
moldeando al individuo como si de una bola de arcilla se tratase hasta
transformarlo en una figura perfecta del ajedrez del bando donde le hubiera
tocado jugar. Las risas de Carmencita y el hecho de que le costara un disgusto
devolverle a mi madre sus viejas sandalias cuando tuvo que volver al pueblo, lo
demostraban.
Aunque ninguna de las dos
hermanas fue a la escuela, lo mismo que su madre y la de ésta antes que ella,
la abuela siempre procuró enseñar a sus hijas lo poco que ella había aprendido
de la vida a base de fracasos. Mi abuelo solía mirarla a veces mientras ella
aconsejaba a sus hijas y decía despectivamente: “¡Ya está otra vez la maestra!”, porque mi abuelo no supo que
quería a mi abuela hasta que fue demasiado tarde y ya no tuvo tiempo de
decírselo. Ella sabía muchos refranes antiguos pues tenía siempre el oído
atento, la lengua taimada y una muy buena memoria. Entre los favoritos de mi
madre, que yo he oído en casa desde que puedo recordar, se encontraba el
referente al dinero: “Hijas mías, cada
uno se estira hasta donde tiene sábana”. Así trataba de explicar a las
niñas por qué ellas no tenían vestidos ni caprichos aunque no les faltara para
vivir porque cada persona puede permitirse lo que su situación le deje. Y
cuando alguna de ellas se encontraba ante una situación que creía que no iba a
poder superar, ella siempre decía: “Tú
duro y yo sin prisas, le dijo el perro al hueso”, para que no cejaran en su empeño por mayores
que fueran las dificultades con que se encontraran. Y cuando quería explicar a
las niñas el amor incondicional que una madre profesa a todos y cada uno de sus
hijos, les decía: “¿Qué dedo de la mano
me corto que no me duela?” Porque realmente la abuela hubiera sido una gran
maestra de haber tenido la oportunidad, y al igual que inculcó a sus hijas el
respeto por los demás, la importancia del tesón y el trabajo y la piedad por
los más necesitados, lo mismo hubiera hecho con una clase llena de niños de
mentes vírgenes. Cuando mi madre o mi tía se quejaban de que no tenían
vestidos, o zapatos, o cualquier otra cosa que la abuela no consideraba de
primera necesidad y que además no se podían permitir, ella siempre les decía
que no hay que mirarse en el que tiene más, sino en el que tiene menos y sería
feliz con un plato caliente y un trozo de pan de los que a ellas no les
faltaba. Es cierto que mi madre no podía quejarse demasiado, pues al ser la
mayor era ella la que heredaba lo que las sobrinas de la señora desdeñaban por
viejo o por pasado de moda. Entonces la abuela lo lavaba y lo planchaba con
apresto dejándolo como nuevo. Pero claro, un año y otro año con el mismo par de
vestidos, ya llenos de remiendos y ajustados era una desgracia para una niña. Y
entonces la abuela le decía: “Mira a tu pobre hermana, que tiene que ponerse
ahora lo que tú ya has disfrutado nuevo”.
También me contó mamá en
alguna ocasión que una vez, por casualidad, vio cómo mi abuelo le cruzaba la
cara a su mujer con la cuerda que usaba para atar a las bestias con las que
trabajaba el campo. Dice que lo que realmente le sorprendió fue que simplemente
se llevó la mano al rostro y se marchó sin decir nada, sembrando así en mi
madre la idea de que esto que había presenciado por casualidadpodía haber
sucedido ya muchas veces, pues, si como decía su madre, el que te da una
bofetada te da dos y las que hagan falta, ¿cuántas veces había pegado su padre
a su madre arropado por el silencio más absoluto de su mujer?¿Cuántas veces
nadie la había consolado, ni sus propias hijas, porque no sabían lo que ocurría?
¡Cuánto me hubiera gustado
poder hablar con ella aunque sólo fuera un rato! Le hubiera pedido cada detalle
de su vida y, sobre todo, hubiera intentado comprender de dónde sacó tanta
fuerza para soportar tanta adversidad.
Cuando por fin se
trasladaron de nuevo al pueblo con sus tres hijas, pasados ya más de veinte
años, parecía que la vida iba a empezar a sonreír a la mujer rubia de los ojos
del color de dos bolas de gaseosa. Cada una de sus hijas había encontrado el
amor y un camino que seguir adelante para forjar sus propias historias. Mi
madre encontró a mi padre, que le enseñó lo poco que sabía sobre leer, escribir
y sumar, pues él sí había vivido más tiempo en el pueblo y había ido a la
escuela. Recuerdo que ella decía que se sentaban en el campo, cerca de donde
había tierra, y con una vara de olivo él escribía las letras y los números, que
mi madre aprendía vorazmente. Con lo que mamá aprendió abrió su propio puesto
de carne en el mercado. Su hermana, también felizmente casada, abrió una tienda
de ultramarinos, y la pequeña, que también encontró el amor en uno de los
chicos del pueblo, empezó a trabajar de aprendiz en una peluquería y abrió la
suya propia, que ha estado funcionando durante toda su vida. Los nietos
empezaron a aparecer en breve, gracias a mi madre, que fue la primera que se
casó y tuvo un hijo varón, orgullo de mi abuela nada más nacer. Vio una segunda
nieta, esta vez fruto de su segunda hija, y luego una tercera, yo, que fui la
siguiente en llegar. Hasta Manuela, la hija pequeña, se había casado y había
tenido también su primer hijo, otro varón. Y sólo pudo conocer al último porque
la abuela y su hija Juana habían coincido en el hospital, la una para
despedirse de este mundo que hasta en sus últimas horas se negaba a darle un
respiro, la otra para traer una nueva vida, la del más pequeño de la familia
hasta el momento. La hija, que acababa de dar a luz, bajó a la habitación de su
madre con el niño en brazos pues sabía que si no lo hacía probablemente no
llegaría a verle. La abuela, ya ni sombra de la mujer alta y fuerte que siempre
fue, consumida por el dolor y la enfermedad, besó al niño y le dijo: “Hijo de
mi vida, te doy la bienvenida y me despido de ti”. Días después murió ajena al
hecho de que había dejado un legado en las vidas de sus hijas que nadie sería
capaz de borrar, pues gracias a sus humildes enseñanzas tejidas a base de
refranes y buenos consejos, sus hijas siempre animaron a sus vástagos a
estudiar y a ser alguien en la vida, y curiosamente la mitad de los nietos nos
dedicamos a la enseñanza. ¿Quién le hubiera dicho a la abuela que casi todos
sus nietos pasarían por la universidad? Sirva este relato como humilde homenaje
a una mujer que luchó tanto y cuya sangre me siento orgullosa de llevar en mis
venas.
Brava! Gracias 💜
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