Cuarto menguante.

El día que salió de mi casa para siempre, me duché con agua casi hirviendo y me froté todo el cuerpo con un estropajo de estopa. Y, mientras lo hacía, lloraba de felicidad por primera vez en muchos años. 

Al pasar por mi vientre, abandoné el cruel estropajo y dibujé círculos con mis manos, y la felicidad se tornó amargura por el fantasma que me acompaña desde que tuve que saltar por un balcón a casa de unos vecinos, buscando ayuda tras pasar todo el día encerrada, incomunicada, y tenía tanto miedo de no saber cuándo acabaría este exilio en la terraza de mi propia casa, que no lo pensé dos veces. Desde entonces, oigo su llanto cada vez que me quedo en silencio, el llanto que nunca llegó a llorar, porque me golpeé la tripa mientras cruzaba el murete hacia mi libertad. 

La matriarca de aquella familia, una anciana muy mayor, dio un respingo en su mecedora frente a la ventana al verme.

Y cuando empecé a sangrar volví a casa, porque siempre buscamos lo que conocemos, aunque sea el infierno.

No me fui aquel día, ni muchos golpes después. Vinieron otros hijos, que amenazó con arrebatarme si me marchaba. Así que seguí en mi preciosa jaula con las puertas abiertas, pero con las alas cortadas. 

Pasaron años antes de que se marchara. Y me quedé aquí, riendo a carcajadas como una desequilibrada, estrés post traumático lo llaman. Y luego construí, ladrillo a ladrillo, mi falsa libertad. 
Falsa, sí, porque el reo no es libre hasta que el verdugo muere, ni hay valientes que lo ayuden a aligerar su carga. 

Porque el cobarde se aferra a aquello que le teme, y porque no hay quien lo quiera suficiente como para alejarlo de ti. 

Y así fue como fui luna, aunque nunca permaneceré llena, porque siempre habrá momentos en los que me falten partes, y horas en las que me pregunte, mientras coso mis heridas: "¿Qué te has hecho a ti misma?"

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