Un verano para siempre.


-No podré soportar estar sin ti – le susurraba Sergio al oído mientras la abrazaba con toda la fuerza de que era capaz. Estaban en el agua, bastante lejos de la orilla, mojados, y con un sol de justicia iluminando el mar, dando la sensación de que lo habían rociado con purpurina plateada.
-No me lo pongas más difícil, Sergio – contestó ella, con la cara escondida en su cuello. -No he conocido en mi vida a nadie como tú, y no estoy dispuesta a que esto tan hermoso desaparezca sin más. Encontraremos la forma de vernos, nos escribiremos mensajes a todas horas… Hay fines de semana, puentes, más vacaciones. Volveré. Y tú también puedes venir a verme.
-Lo pintas tan bien, que casi parece fácil. Pero te olvidas de tus estudios, de que yo seguiré en la universidad y trabajando en mis horas libres…
Lucía le puso un dedo en los labios y le dio un beso en la mejilla.
-Te echo una carrera hasta la orilla. El que pierda paga las cañas.
Y se lanzó al agua con la gracia de una sirena. Sergio se zambulló detrás de ella mascullando que era trampa, que había que avisar para que los dos empezaran al mismo tiempo.
               Aquella noche, el joven había preparado una cena sorpresa de despedida en la terraza de su casa. No en vano sería la última vez que él y Lucía estuvieran juntos. Se vistió con unas bermudas vaqueras deshilachadas y una camiseta ajustada y ni siquiera se molestó en ponerse calzado. Cubrió el pasillo desde la entrada hasta la terraza con pétalos de flores que había estado recogiendo del campo. Ya no faltaría mucho para que su chica llamara al timbre. Fuera, tras las cortinas balinesas, en una mesa baja rodeada por enormes cojines desperdigados por el suelo, la luz de las velas era la única iluminación y una botella de vino estaba enfriándose en una champanera. Cuando por fin escuchó el timbre y bajó a abrir la puerta, le pidió a Lucía que cerrara los ojos, le quitó las sandalias y la guio por la alfombra de pétalos hasta la terraza, donde por fin la dejó abrirlos.
-Sergio…Esto es…es…precioso – dijo la chica con la voz entrecortada por la emoción.
El cielo, cargado de estrellas y con una luna tan hermosa como ella no había visto jamás, era lo único que tenían encima. Él se acercó y la besó tan dulcemente, que por un instante Lucía sintió pánico pues empezó a percibir este encuentro como una verdadera despedida. Las lágrimas acudieron a sus ojos sin llamarlas y resbalaron por sus mejillas. Sergio se retiró un instante para mirarla a los ojos y se sorprendió:
-¡No, no! No llores. Lucía, solo quería que tu última noche aquí fuera la más especial de todas.
-Lo sé – contestó con voz temblorosa – Es que no quiero irme, Sergio. Te juro que no quiero irme.
-Ya lo pensaremos luego. – Paseó el pulgar por su rostro para secar las lágrimas - Ven – dijo sentándose en uno de los cojines y llenando una copa de vino – Brindemos por una noche inolvidable.
Tras tomar la primera copa mirándose en silencio, ella se acurrucó en su regazo y él bajó despacio para volver a besarla. No había prisa, esta noche no había ningún otro lugar en el mundo a donde ir. Sus manos, primero entrelazadas, se soltaron para acariciar sus cuerpos como si tuvieran que aprendérselo de memoria, cada pliegue, cada textura, de abajo a arriba y vuelta a empezar, mientras sus lenguas se acariciaban perdidas en la boca del otro. Minutos después, entre dulces gemidos y jadeos, las mismas lenguas se paseaban por la piel, al igual que los labios, que dejaban besos a boca abierta aquí y allá.
Lo que había empezado como una danza lenta y suave, se había convertido en dos cuerpos desnudos y sudorosos, iluminados solo por la luz de las velas. Cuando por fin Lucía guio a Sergio hasta su interior y los dos fueron uno solo, sus movimientos se volvieron rítmicos, más lentos al principio, más rápidos y erráticos cuando ya ninguno de los dos se sentía capaz de contenerse.
Segundos después, estallaron en oleadas de placer que iban y venían haciéndolos gemir y mecerse el uno dentro del otro, ella con los labios en su cuello amortiguando lo que amenazaba con ser un grito desgarrado, labios que Sergio tuvo que buscar con los suyos abiertos, para que entre ambos lograran silenciar lo que estaban sintiendo en aquel momento.
               Dos meses más tarde, Sergio planeaba ir a ver a Lucía a su ciudad para pasar con ella el puente de la Inmaculada. La notaba extraña, fría, distante, y quería asegurarse de que todo iba bien. Camino de la estación de tren recibió un mensaje de la joven.
 “Lo siento. Será mejor que no vengas. Esto no tiene sentido y no quiero que acabemos mal.”
La llamó, pero ella no contestó. Aun así, se subió al tren y se plantó en la ciudad para darse de bruces con que la dirección que le había dado no era correcta, y que no tenía ninguna forma de encontrarla. Pasó el fin de semana vagando de un lugar a otro por la enorme urbe, tiritando de  frío, pues no estaba acostumbrado a este clima tan gélido y tan seco, bebiendo de noche y despertándose con una terrible resaca que tenía que hacer desaparecer para seguir buscándola de día. Tres días más tarde, volvió a casa a dejarse morir en cualquier rincón.
               Por fortuna, lo que un día se nos antojó imposible de superar, empieza a no ser tan terrible poco a poco, con la ayuda de amigos, familiares y alguna que otra distracción. Así que Sergio no murió de pena, que era su plan en un primer momento, sino que se centró en sus estudios, acabó su carrera y empezó a trabajar en el bufete más prestigioso de la zona.
Una de esas mañanas que no auguran nada especial, Sergio aparcó su coche en la puerta de la consultoría, en un pueblo un poco alejado del suyo, donde tenía que dejar unos documentos. Era el mes de julio, pero no hacía mucho calor. Al salir, se sentó en la terraza de al lado.
Mientras miraba su móvil, apareció una pelota, y segundos más tarde una niña rubia de ojos azules le dijo con su lengua de trapo:
-¿Puede darme la pelota?
Sergio la cogió de entre las patas de la mesa y se la ofreció con una enorme sonrisa en los labios. Miró a la mesa de al lado por curiosidad y vio que una mujer con sombrero panamá y gafas de sol se levantaba de la silla y se dirigía hacia ellos.
A medida que la garganta de Sergio se secaba, los pasos seguros de la mujer se ralentizaron. Cogió a la niña de la mano y, al ver que él se había puesto de pie con gesto incrédulo, se quitó las gafas y logró esbozar una leve sonrisa:
-Sergio… Hola – dijo mientras besaba cada una de sus mejillas, dejándose embriagar por el olor de un perfume que le era aún tan familiar.
-Hola, Lucía. – balbuceó Sergio.
Roto el hechizo del reencuentro, ella le pidió a la niña que tuviera cuidado con la pelota y se la llevó de la mano a paso rápido hasta que desapareció de su vista. Dudoso entre si volver a sentarse donde estaba, o echar a correr tras ella, hizo esto último y la alcanzó en la calle de atrás, caminando apresuradamente con la niña a horcajadas sobre su cadera.
-¡Lucía! ¡Lucía! – la llamó hasta que finalmente logró asirla del codo. Entonces ella se giró. Estaba llorando.
-¿Eso es lo único que tienes que decirme después de todo lo que hubo entre nosotros?
-¡Maldita sea, Sergio! ¡Han pasado cuatro años ya! ¿No puedes olvidarlo? – Lucía intentaba no levantar la voz para no asustar a la niña, que los miraba a los dos perpleja.
-Por lo que veo tú sí lo has olvidado. A juzgar por la edad de la criatura lo olvidaste bien pronto.
-Te dije que no podía seguir con aquello.
-No puedes decirle a una persona que la amas más que a nadie en el mundo y que mantendréis una relación a distancia para luego reírte en su cara. Debo ser el único con un negocio local al que engañó una turista.
Ante la decepción de la mirada de Sergio, que le llegó a lo más profundo del alma, Lucía solo pudo decir:
-Te quería tanto… Aún te quiero.
-Sí, lo veo. Ya tienes pareja y hasta un bebé. Salta a la vista lo mucho que me quieres.
-¡Es tuya! – gritó sin importarle quién pudiera oírla.
Un silencio se instaló entre ambos como si alguien hubiera arrojado una losa de mármol.
-¿Cómo? – preguntó él ante la imposibilidad de pensar en algo más original.
-Es tu hija, Sergio – dijo Lucía llorando, aunque en un tono de voz más bajo. La niña había apoyado su cabeza en el pecho de su madre y se había puesto a llorar. Ella buscó el chupete en su bolso y se lo puso para tranquilizarla. Se dirigió a la siguiente terraza y se sentó con la niña en sus brazos. Él se sentó frente a ellas totalmente lívido.
-Estaba embarazada cuando me fui, aunque entonces no lo sabía.
-¿Por… por qué no me lo dijiste?
-Porque no quería arruinarte la vida. Te hubieras quedado trabajando en el bar de tu padre para mantenernos, hubieras dejado de estudiar… Pensé en abortar, pero solo al recordar los momentos en los que pudo haber sido concebida, con tanto amor, no fui capaz. Y aquí está.
-¿Y tú? ¿Qué ha sido de ti?
-Les dije a mis padres que no sabía quién era el padre, que había ido a muchas fiestas en verano. Te puedes imaginar. Aunque al final me apoyaron y solo perdí un curso. Aún no tengo trabajo, pero tampoco lo quiero. Quiero estar más tiempo con ella.
-No me puedo creer que hayas esto todo esto.
-Quería protegerte, que tu vida siguiera adelante.
-Mi vida ha sido un desastre sin ti. Lucía, si me quieres aún, por favor, dame una oportunidad. Nunca he dejado de quererte. Os quiero en mi vida – dijo tocando el pelo de la niña, que dormía plácidamente en brazos de su madre. – Esto es muy fuerte, lo sé, pero lo asimilaré y lo intentaremos. ¿Qué me dices? – preguntó en tono de súplica.
Lucía asintió. Luego apoyó su cabeza en su hombro y Sergio, al contemplar la estampa, sonrió.

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